miércoles

EL MURO, Francisco Ruiz Fernández

Aquí estoy, frente al muro, mirando su superficie rugosa y sucia. No sé cuanto tiempo llevo de pie ante él, pero me parece tanto que casi podría decir que lo conozco de memoria. De aspecto mugriento, deteriorado y decrépito, parece existir desde siempre. Me pregunto por enésima vez si será correcta la impresión que me da, como si esa pared se tratara de la misma eternidad vuelta materia tangible.
Cabeceo, negando en silencio.
Hace ya mucho que mi pánico se fundió con la desesperación, conformando una amalgama que enloda la poca esperanza que me queda. Por más que lo intento no puedo apartar la mirada de esa superficie surcada por desconchones. Sé que si girara mi cabeza a la izquierda o a la derecha la vería extendiéndose en línea recta hacia el infinito. Desconozco su altura exacta, pero es tal que acaba por fundirse con el cielo plomizo. Así la recuerdo, de siempre, y estoy convencido de que no cambiará: tras eones recorriéndolo, ya no me cabe duda alguna. A lo largo de jornadas eternas he caminado en la misma dirección buscando algo (puerta, brecha, ventanal) que rompa su monotonía y que, ojalá, me lleve al otro lado que supongo existirá tras la pared.
Pero tras mi longevo recorrido estoy convencido de que no existe.
No tengo ganas de andar más. Ya no me quedan fuerzas. Desearía echarme al suelo, recostar la espalda contra el muro y dejar pasar esta existencia tan deprimente, tan monótona; abandonarme al paso de los evos, sintiendo cómo mis músculos se reducen a la nada por la inactividad, notando cómo mis huesos van perdiendo consistencia hasta formar una sustancia gelatinosa, purulenta. Quizás así acabara fundiéndome con este suelo grisáceo y triste, y desapareciese en su sedosa tersura. Dejar de ser, dejar de sufrir. Dejar de desesperarme inútilmente. Al menos, si ese pequeño deseo se cumpliera, la desesperación que desde hace siglos carcome mi alma me abandonaría por fin. A lo mejor así obtendría la paz que no recuerdo haber disfrutado nunca.
Pero no. Existe algo mucho peor que este muro. El muro es algo tangible, hasta el punto de que mi mente puede, de una manera extraña, concebirlo, incluso racionalizarlo —aunque sólo en parte—. Lo que de verdad me aterra, que me obsesiona obligándome a tener la cara contra la pared, no perdiendo detalle de su superficie, está a mi espalda: es lo otro. El muro puedo tocarlo, acariciarlo, golpearlo. En su deterioro radica un rasgo de perdurabilidad que me aporta cierta luz de esperanza. Muy al contrario de eso a lo que doy la espalda. Cualquier tipo de racionalización queda anulada al contemplarlo. El vacío, la llanura: ilimitada, vacía y cenicienta, extendiéndose demencial hasta donde alcanza la vista. Tan anormal, tan imposible... Mi cerebro no puede asimilar su existencia. No importan los siglos que he convivido con su desolación: su visión me sigue mareando.
Siglos, evos. Tiempo. Hablo de él como si en este paraje su paso tuviera sentido. Nada más falso. Aquí no hay día ni noche. Nada que cambie, que madure, que se deteriore. Solamente estamos el muro, la llanura y yo. Y todo teñido en un tono gris sucio, cuajado de tristeza. Mi propia piel posee ese color. Ese maldito color ha impregnado mi misma existencia, tiñendo con su terrible cualidad al fin mis sentimientos: tristeza, desesperación, amnesia. Quizá dicha amnesia, una especie de milagroso olvido, un velo que anula toda existencia previa a esta actual, sea lo que me mantiene cuerdo. Gracias a ella no echo de menos nada que antes creyera vital. Todo recuerdo de una vida previa a ésta se reduce a un nombre: Carlos. Y ni siquiera estoy completamente seguro de que realmente se pueda asignar a mí; quizá esté asociado a algo anterior a este paraje grisáceo, pero no a mi persona. Aunque no puedo negar que la posible relación entre el nombre y yo me da un atisbo de esperanza, brindándome la posibilidad de que haya algo distinto a este mundo desolador.
Carlos. ¿Yo? Ese nombre, y nada más. A excepción de la pesadilla de ceniza: la planicie y el muro.
El muro. Palpo su superficie, tan real. Carezco de recuerdos aparte de este mundo, pero un instinto me susurra que su tacto es humano, familiar. Incluso desconozco el significado concreto de esas palabras: humano y familiar. Pero la intuición que asocia a 'Carlos' conmigo me dice que son sinónimos de bueno y tranquilizador. Otras palabras surgen, sin aparente sentido, asociadas al aspecto del muro: cal, argamasa, mortero, grano, roca, sillar. Estas nuevas palabras definen la materia del muro, enmarcándolo en el concepto de familiar.
Algo que nunca ocurre con el horror vacío de la llanura.
Escarbo con las uñas. Ridículo resultado: desprendo costras de cal, aumentando el tamaño de un par de desconchones, pero nada más. Bajo la costra de cal y argamasa siempre duerme la roca, ante la que mis uñas nada pueden hacer. Desesperado, doy un puñetazo contra la pared y lloro. Las lágrimas recorren lentamente mi rostro para caer en el suelo imposiblemente liso y pulido. Gris, como todo lo demás. Apoyo mi cara, mis brazos, mi torso, todo mi cuerpo contra la superficie áspera del muro, tratando de abrazarlo en mi desesperación. Él, indiferente, no responde a mi abrazo. Su rechazo me desespera, alimenta el torrente de mis lágrimas. Rechazado, me dejo caer al suelo.
Ya no puedo más. Estoy cansado, muy cansado. ¿Acabará alguna vez esta pesadilla?
¡Por favor!
El caudal de mis ojos ha formado un pequeño charco junto a la base de muro. Inocente, empapo mi mano en la humedad. Realidad. Llevo la mano, aun húmeda por las lágrimas, hacia la otra gran verdad, la pared. Sigue estando ahí, rugoso, tan infranqueable como siempre.
El muro, mis lágrimas y yo.
Y la llanura. Siempre tras de mí, acechando.
El sueño me posee, misericordioso.
Despierto con el cuerpo dolorido por la mala postura. No me preocupa: sé por experiencia que pasado un rato el dolor pasará. Siempre igual: el despertar, caminar toda una eternidad frente al muro, la llegada del cansancio y, al final, el sueño vacío.
El charco de lágrimas se ha evaporado. Nada queda que dé testimonio de su existencia. El triunvirato de muro, llanura y mi misma persona regresa. No admite que nada compita por su poder. Como antes, como siempre, vuelvo a ser la parte más débil de dicho trío.
Hago acopio de fuerzas, de voluntad, de valor, y giro la cabeza. Allí está, por supuesto. Desafiante y brutal, la desolación definitiva, la llanura, con su irreal monotonía, cegadora en su vacuidad. No hay en ella nada, absolutamente nada. Sólo su infinita extensión gris, lisa, pulimentada de tal manera que mi rostro me devuelve la mirada. Estoy convencido que si oteara su distancia durante demasiado tiempo me volvería loco. ¿O a lo mejor ya me he sumergido en la locura y todo esto no sea sino la pesadilla de una mente enferma, encerrada en sí misma? Prefiero no pensar: si estuviera loco, mi pequeña esperanza se evaporaría como mis propias lágrimas, sin dejar ninguna huella.
Observo la planicie. La grito, la insulto, la escupo. Ella absorbe todo y me devuelve su silencio eterno y ensordecedor, su mirada abisal capaz de desgarrar mi alma. Gris. Gris hasta la eternidad, y más allá gris, como mi desesperación. De pronto me doy cuenta de la superficie del muro contra mi espalda. Mis manos palpan su áspera realidad. Y hago lo que nunca me he atrevido siquiera a pensar: salto como un resorte. Corro ciegamente hacia la nada. No sé por qué lo hago, pero me lanzo en pos de esa llanura a la que tanto temo. ¿Es algún tipo de desafío? Lo desconozco; simplemente me dejo llevar por el impulso. Me sumerjo en la llanura. Mi vista queda cegada ante la falta de puntos de referencia. Pero sigo corriendo. Y gritando: insultos, improperios, aullidos inarticulados. Todo tipo de sonido, racional e irracional, surge de mi garganta en una autentica catarsis. O quizá la definitiva prueba de mi locura, de cómo la llanura al fin me ha vencido. Mi cabalgada continua incluso cuando quedo afónico, con la garganta dolorida.
La llanura parece poseer mareas de desesperación, de anodina desidia. Los tentáculos de su resaca tratan de arrastrarme hacia el interior de la nada. Me dejo llevar, y sigo corriendo poseído por el espíritu de la planicie.
Al fin mis fuerzas desaparecen y caigo al suelo. Noto humedad en mis manos, y únicamente entonces descubro que estoy llorando. Cuerdo o loco, nada más sé con absoluta y fatal certeza que no puedo huir de este lugar. El cansancio, cual imparable y brutal estampida, me obliga a refugiarme en el sueño. Dejo de existir.
De nuevo renazco, una creación del vacío, cargada con la maldición de la memoria de esta existencia amargada. Esta vez me despierto recuperado por completo. Alzo la cabeza y lo que veo frente a mí es la nada más apabullante: la llanura que se funde en la distancia con el cielo, borrando el horizonte.
Recuerdo como llegué, y el terror atenaza mi corazón. La certeza de mi ya casi segura locura me destroza. Lloro una vez más. Cabizbajo, doy media vuelta y dirijo mis pasos hacia el muro. Al menos su tacto me confortará más que la estéril planicie. El muro, mi compañero. Allí se alza, cercano en apariencia. Mas sé que sólo es una ilusión provocada por las engañosas cualidades de este paraje. La pared que lo forma posee un tono levemente más oscuro que el de la planicie, lo que permite diferenciar donde termina una y empieza el otro. Se pierde a la izquierda, a la derecha y —lo que más me sobrecoge— hacia arriba. Alzo la mirada, tratando de verle una parte superior. Pero sigue y sigue, hacia arriba hasta fundirse con el cielo. Es impresionante pero al menos, en cierta manera, humano.
De repente noto algo nuevo. Por imposible que parezca, hacia la derecha el color del muro cambia hacia un tono gris mas claro. Ahora me alegro de haber tomado la decisión de avanzar siempre hacia la derecha. No puedo apreciar bien la distancia. No me preocupaba: tengo toda la eternidad para llegar a ese algo.
Me pongo a caminar hacia allí.
A medida que me acerco noto que, lo que en un principio sólo parecía un cambio de tonalidad, en realidad parece tratarse de un par de rectángulos paralelos de enormes dimensiones. Una puerta. No quepo en mi gozo: mi diminuto rescoldo de esperanza estalla, fulgurante, en una llamarada apasionada.
Me lanzo en carrera hacia el portal.
La ansiedad y la esperanza aparecen en mi alma con más intensidad que nunca, y de mano de ellas cobra sentido algo hasta antes completamente irreal: el tiempo. desespero por llegar a tocar las dos hojas ciclópeas. Su altura es tan descomunal que el dintel casi se confunde con el cielo, mas sin llegar a hacerlo. Me doy cuenta de que esas puertas son lo primero mensurable dentro de este mundo. La puerta tiene un ancho y un alto apreciables y delimitados.
Un escalofrío fustiga mi cuerpo al recordar la reciente carrera hacia el corazón de la llanura. He estado muy cerca del abismo definitivo, de la demencia final. He galopado alocadamente hacia la sima, sin saber que la escapatoria a mi encarcelamiento me guiñaba burlona no muy lejos.
Pero mejor no pensar más en ello. El presente lo es todo. Esa puerta lo es todo.
Al fin llego a la primera de las hojas, la de la izquierda. Ansioso, extiendo mi mano hacia ella. Su tacto rígido, cálido y terso. Me recuerda, en cierto sentido, la piel de algo vivo. Como yo. Observo mi reflejo en la pulimentada superficie: ese rostro que ya asocio como mío está surcado por eternidades de desesperación. Pero el brillo que ahora hay tras mis ojos es algo nuevo. No surge como reflejo de la luz difusa procedente del cielo gris pálido, sino del bullir de la llama de ilusión. Recorro la superficie de la puerta, buscando algún tipo de aldabón, postigo o cerradura. Incluso examino la parte inferior con la esperanza de hallar una gatera. Nada. Pero el descubrir cómo todas esas palabras surgen en mi mente, espontáneas y henchidas de significado, me renueva las esperanzas. Otra vez tengo la certeza de que hubo algo antes de este mundo, algo que quizá espera más allá de esta puerta.
Sigo recorriendo la puerta, buscando algún paso. La longitud de las dos hojas me deja anonadado. El cansancio se apodera de mí antes de poder llegar a su punto de unión. Despierto y prosigo mi búsqueda. El tiempo pasa, y su transcurrir me devuelve lentamente los recuerdos de mi anterior existencia junto al muro. ¿Cómo es posible que algo que desde la distancia parecía una puerta (enorme, sí, pero mensurable), ahora se alargue tanto que ni siquiera pueda llegar a la unión de las dos hojas? Noto en mi interior cómo la esperanza se apaga lentamente. Transcurren tres sueños y dos despertares, y sigo recorriendo esto que antes confundí con la jamba de una puerta. Ahora no me parece sino un nuevo muro, diferente pero igual en esencia. En mi tercer despertar me descubro sobre un charco de agua salada. He vuelto a llorar, esta vez mientras dormía. Mis lágrimas han acabado por ahogar el último rescoldo de esperanza.
Muro, puerta, ¿qué más da? Todo es lo mismo: monotonía, desesperación.
Gris.
Gris por todas partes; un gris que devora mi corazón, arrancando de él la escasa paz que me quedaba. ¿Son estas lágrimas el lacre de mi destino?
¿Por qué?
No quiero más lágrimas, no quiero más muros, no quiero más puertas. No quiero nada, absolutamente nada de lo que hay en este mundo, en este infierno congelado. Únicamente deseo dejar de sufrir.
Ciego de rabia, hundo la palma de mi mano en el pequeño charco de lagrimas y humedezco mi rostro con ellas. No sé por qué lo hago, pero compruebo que esto me aporta una extraña tranquilidad: el fruto de mi sufrimiento hace de droga para mi alma.
¿Por qué?
¿Qué es este mundo? ¿Qué es esta puerta? ¿Qué soy yo? ¿Qué fui antes de llegar aquí? ¿Nunca hallaré la paz?
Golpeo la hoja de la puerta con mi puño, empapado en mi sufrimiento.
¿Por qué? ¿Por qué?
Noto cómo algo cruje en mi interior: la esperanza se resquebraja y se precipita en un vacío gris.
Continuo golpeando la puerta, una y otra vez, sin cesar. No puedo ver, las lágrimas anegan mis ojos. Golpeo. Una y otra vez, hasta que me percato de que el tacto de la superficie de la hoja ha cambiado. Ahora parece más blanda, más carnosa. Incluso cálida. No comprendo que pasa, pero algo ha cambiado en el material del que está hecha la puerta, volviéndolo más permeable, más maleable. Enjuago mis lágrimas. Aunque mantiene el mismo aspecto, en lo que se refiere a lo visual, algo me indica que si... No lo pienso dos veces y extiendo la mano. Toco la superficie. Aprieto. Está como acolchada. Empujo aun más. Mi mano atraviesa la hoja hasta algo más allá de la muñeca. Al otro lado hay algo diferente, frío. ¿El mundo real? ¿O, al menos, otra realidad mejor? No lo sé. Pero lo que hay al otro lado no puede ser peor que este gris absoluto.
Y si me equivoco, ¿qué mas da?
Ilustración: Endriago
Sin pensarlo salto, atravieso la puerta.
Y grito.
Lo que hay tras la puerta, lo que oculta el muro, es mucho peor que todo lo que antes he vivido. Muchísimo peor. Grito, pero no puedo oírme en el vacío. Estoy cayendo a una velocidad tan colosal que mi mente no puede asimilarla. Me estoy precipitando en un abismo de total vacuidad, blanco y cegador. Mientras caigo miro a mi alrededor, tratando de atisbar el colosal muro junto al que viví eternidades. Mas no hay nada, absolutamente nada. Ahora sólo estamos la sima, de absoluta blancura, demencial, y yo. El abismo es desesperante, obsesivo. Último y primordial.
Grito. Y nada me escucha. Nada ni nadie. A excepción de mi desesperación.
Durante evos me hundo. Mi mente se colapsa rezumando locura, odio, rencor, tristeza, amargura; de eso está hecho el abismo.
Lucho por obtener el olvido, borrar de un plumazo todo aquel pasado que me ha atormentado, que aún me atormenta.
Caigo y grito.
Caigo y me desespero.
Caigo y odio.
Caigo.
Caigo sin cesar. En la locura. Veo extrañas imágenes. El blanco del abismo se tiñe de algo más temible aun. Vislumbro una horrenda figura negra, amenazante, que empequeñece a la puerta, al muro, a la mismísima llanura. No comprendo nada, pero el terror me invade ante la posibilidad de que ese ente se me acerque.
Y sigo cayendo.
Aun lo hago. Pero ya no estoy solo. Ahora me acompaña alguien, un mentor: Él es el Olvido encarnado. El terror que Su presencia causa en mí moldea mi alma. A Su semejanza. Contemplo horrorizado las ramas de Su árbol de negra corteza, de negras hojas.
Y olvido. Y me desespero. Y lloro.
Y caigo.
Y grito.
Y aúllo al contemplar los iridiscentes frutos de ese árbol anterior al tiempo.
Y sigo cayendo y gritando...
Francisco Ruiz FernándezDe Francisco Ruiz Fernández (Txisko) hemos publicado una ucronía, "Cazador de cabezas", en Axxon N° 141. No obstante su renuencia a hablar de sí mismo (detalle que ya habíamos señalado) vamos conociéndolo mejor gracias a la abundancia y calidad de sus trabajos. Últimamente lo hemos encontrado en la antología Paura (Antología de Terror Contemporáneo. Volumen 1), en Parnaso N° 3 (Especial Ciencia Ficción, Fantasía y Terror), Nexus Zine N° 3, Pulpmagazine N° 8 y en el Especial de Alfa Eridiani dedicado al terror. Para una aproximación a lo que hace los invitamos a visitar http://www.txisko.com

domingo

El cuarteto de cuerdas, Virginia Woolf

Bueno, aquí estamos, y si lanzas una ojeada a la estancia, advertirás que el ferrocarril subterráneo y los tranvías y los autobuses, y no pocos automóviles privados, e, incluso me atrevería a decir, landos con caballos bayos, han estado trabajando para esta reunión, trazando líneas de un extremo de Londres al otro. Sin embargo, comienzo a albergar dudas...

Sobre si es verdad, tal como dicen, que la Calle Regent está floreciente, y que el Tratado se ha firmado, y que el tiempo no es frío si tenemos en cuenta la estación, e incluso que a este precio ya no se consiguen departamentos, y que el peor momento de la gripe ha pasado; si pienso en que he olvidado escribir con referencia a la gotera de la despensa, y que me dejé un guante en el tren; si los vínculos de sangre me obligan, inclinándome al frente, a aceptar cordialmente la mano que quizá me ofrecen dubitativamente...

-¡Siete años sin vernos!
-La última vez fue en Venecia.
-¿Y dónde vives ahora?
-Bueno, es verdad que prefiero que sea a última hora de la tarde, si no es pedir demasiado...
-¡Pero yo te he reconocido al instante!
-La guerra representó una interrupción...
Si la mente está siendo atravesada por semejantes dardos, y debido a que la sociedad humana así lo impone, tan pronto uno de ellos ha sido lanzado, ya hay otro en camino; si esto engendra calor, y además han encendido la luz eléctrica; si decir una cosa deja detrás, en tantos casos, la necesidad de mejorar y revisar, provocando además arrepentimientos, placeres, vanidades y deseos; si todos los hechos a que me he referido, y los sombreros, y las pieles sobre los hombros, y los fracs de los caballeros, y las agujas de corbata con perla, es lo que surge a la superficie, ¿qué posibilidades tenemos?
¿De qué? Cada minuto se hace más difícil decir por qué, a pesar de todo, estoy sentada aquí creyendo que no puedo decir qué, y ni siquiera recordar la última vez que ocurrió.
-¿Viste la procesión?
-El rey me pareció frío.
-No, no, no. Pero, ¿qué decías?
-Que ha comprado una casa en Malmesbury.
-¡Vaya suerte encontrarla!
Contrariamente, tengo la fuerte impresión de que esa mujer, sea quien fuere, ha tenido muy mala suerte, ya que todo es cuestión de departamentos y de sombreros y de gaviotas, o así parece ser, para este centenar de personas aquí sentadas, bien vestidas, encerradas entre paredes, con pieles, repletas, y conste que de nada puedo alardear por cuanto también yo estoy pasivamente sentada en una dorada silla, limitándome a dar vueltas y revueltas a un recuerdo enterrado, tal como todos hacemos, por cuanto hay indicios, si no me equivoco, de que todos estamos recordando algo, buscando algo furtivamente. ¿Por qué inquietarse? ¿Por qué tanta ansiedad acerca de la parte de los mantos correspondiente al asiento; y de los guantes, si abrochar o desabrochar? Y mira ahora esa anciana cara, sobre el fondo del oscuro lienzo, hace un momento cortés y sonrosada; ahora taciturna y triste, cual ensombrecida. ¿Ha sido el sonido del segundo violín, siendo afinado en la antesala? Ahí vienen. Cuatro negras figuras, con sus instrumentos, y se sientan de cara a los blancos rectángulos bajo el chorro de luz; sitúan los extremos de sus arcos sobre el atril; con un simultáneo movimiento los levantan; los colocan suavemente en posición, y, mirando al intérprete situado ante él, el primer violín cuenta uno, dos, tres... ¡Floreo, fuente, florecer, estallido! El peral en lo alto de la montaña. Chorros de fuente; gotas descienden. Pero las aguas del Ródano se deslizan rápidas y hondas, corren bajo los arcos, y arrastran las hojas caídas al agua, llevándose las sombras sobre el pez de plata, el pez moteado es arrastrado hacia abajo por las veloces aguas, y ahora impulsado en este remanso donde -es difícil esto- se aglomeran los peces, todos en un remanso; saltando, salpicando, arañando con sus agudas aletas; y tal es el hervor de la corriente que los amarillos guijarros se revuelven y dan vueltas, vueltas, vueltas, vueltas -ahora liberados-, y van veloces corriente abajo e incluso, sin que se sepa cómo, ascienden formando exquisitas espirales en el aire; se curvan como delgadas cortezas bajo la copa de un plátano; y suben, suben... ¡Cuán bella es la bondad de aquellos que, con paso leve, pasan sonriendo por el mundo! ¡Y también en las viejas pescaderas alegres, en cuclillas bajo arcos, viejas obscenas, que ríen tan profundamente y se estremecen y balancean, al andar, de un lado para otro, ju, ja!
-Mozart de los primeros tiempos, claro está...
-Pero la melodía, como todas estas melodías, produce desesperación, quiero decir esperanza.
¿Qué quiero decir? ¡Esto es lo peor de la música! Quiero bailar, reír, comer pasteles de color de rosa, beber vino leve y con mordiente. O, ahora, un cuento indecente... me gustaría. A medida que una entra en años, le gusta más la indecencia. ¡Ja, ja! Me río. ¿De qué? No has dicho nada, ni tampoco el anciano caballero de enfrente. Pero supongamos, supongamos... ¡Silencio!
El melancólico río nos arrastra. Cuando la luna sale por entre las lánguidas ramas del sauce, veo tu cara, oigo tu voz, y el canto del pájaro cuando pasamos junto al mimbral. ¿Qué murmuras? Pena, pena. Alegría, alegría. Entretejidos, como juncos a la luz de la luna. Entretejidos, sin que se puedan destejer, entremezclados, atados con el dolor, liados con la pena, ¡choque!
La barca se hunde. Alzándose, las figuras ascienden, pero ahora, delgadas como hojas, afilándose hasta convertirse en un tenebroso espectro que, coronado de fuego, extrae de mi corazón sus mellizas pasiones. Para mí canta, abre mi pena, ablanda la compasión, inunda de amor el mundo sin sol, y tampoco, al cesar, cede en ternura, sino que hábil y sutilmente va tejiendo y destejiendo, hasta que en esta estructura, esta consumación, las grietas se unen; ascienden, sollozan, se hunden para descansar, la pena y la alegría.
¿Por qué apenarse? ¿Qué quieres? ¿Sigues insatisfecha? Diría que todo ha quedado en reposo. Sí, ha sido dejado en descanso bajo un cobertor de pétalos de rosa que caen. Caen. Pero, ah, se detienen. Un pétalo de rosa que cae desde una enorme altura, como un diminuto paracaídas arrojado desde un globo invisible, da la vuelta sobre sí mismo, se estremece, vacila. No llegará hasta nosotros.
-No, no, no he notado nada. Esto es lo peor de la música, esos tontos ensueños. ¿Decías que el segundo violín se ha retrasado?
Ahí va la vieja señora Munro, saliendo a tientas. Cada día está más ciega, la pobre. Y con este suelo resbaladizo.
Ciega ancianidad, esfinge de gris cabeza... Ahí está, en la acera, haciendo señas, tan severamente, al autobús rojo.
-¡Delicioso! ¡Pero qué bien tocan! ¡Qué - qué - qué!
La lengua no es más que un badajo. La mismísima simplicidad. Las plumas del sombrero contiguo son luminosas y agradables, como una matraca infantil. La hoja del plátano destella en verde por la rendija de la cortina. Muy extraño, muy excitante.
-¡Qué - qué - qué! ¡Silencio!
Estos son los enamorados sobre el césped.
-Señora, si me permite que coja su mano...
-Señor, hasta mi corazón le confiaría. Además hemos dejado los cuerpos en la sala del banquete. Y eso que está sobre el césped son las sombras de nuestras almas.
-Entonces, esto son abrazos de nuestras almas.
Los limoneros se mueven dando su asentimiento. El cisne se aparta de la orilla y flota ensoñado hasta el centro de la corriente.
-Pero, volviendo a lo que hablábamos. El hombre me siguió por el pasillo y, al llegar al recodo, me pisó los encajes del viso. ¿Y qué otra cosa podía hacer sino gritar ¡Ah!, pararme y señalar con el dedo? Y entonces desenvainó la espada, la esgrimió como si con ella diera muerte a alguien, y gritó: ¡Loco! ¡Loco! ¡Loco! Ante lo cual yo grité, y el príncipe, que estaba escribiendo en el gran libro de pergamino, junto a la ventana del mirador, salió con su capelo de terciopelo y sus zapatillas de piel, arrancó un estoque de la pared -regalo del rey de España, ¿sabe?-, ante lo cual yo escapé, echándome encima esta capa para ocultar los destrozos de mi falda, para ocultar... ¡Escuche! ¡Las trompas!
El caballero contesta tan aprisa a la dama, y la dama sube la escalinata con tal ingenioso intercambio de cumplidos que ahora culminan con un sollozo de pasión, que no cabe comprender las palabras a pesar de que su significado es muy claro -amor, risa, huida, persecución, celestial dicha-, todo ello surgido, como flotando, de las más alegres ondulaciones de tierno cariño, hasta que el sonido de las trompas de plata, al principio muy a lo lejos, se hace gradualmente más y más claro, como si senescales saludaran al alba o anunciaran temiblemente la huida de los enamorados... El verde jardín, el lago iluminado por la luna, los limoneros, los enamorados y los peces se disuelven en el cielo opalino, a través del cual, mientras a las trompas se unen las trompetas, y los clarines les dan apoyo, se alzan blancos arcos firmemente asentados en columnas de mármol... Marcha y trompeteo. Metálico clamor y clamoreo. Firme asentamiento. Rápidos cimientos. Desfile de miríadas. La confusión y el caos bajan a la tierra. Pero esta ciudad hacia la que viajamos carece de piedra y carece de mármol, pende eternamente, se alza inconmovible, y tampoco hay rostro, y tampoco hay bandera, que reciba o dé la bienvenida. Deja pues que tu esperanza perezca; abandono en el desierto mi alegría; avancemos desnudos. Desnudas están las columnatas, a todos ajenas, sin proyectar sombras, resplandecientes, severas. Y entonces me vuelvo atrás, perdido el interés, deseando tan sólo irme, encontrar la calle, fijarme en los edificios, saludar a la vendedora de manzanas, decir a la doncella que me abre la puerta: Noche estrellada.
-Buenas noches, buenas noches. ¿Va en esta dirección?
-Lo siento, voy en la otra.

El ojo Silva, Roberto Bolaño

Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende.
El caso del Ojo es paradigmático y ejemplar y tal vez no sea ocioso volver a recordarlo, sobre todo cuando ya han pasado tantos años.
En enero de 1974, cuatro meses después del golpe de Estado, el Ojo Silva se marchó de Chile. Primero estuvo en Buenos Aires, luego los malos vientos que soplaban en la vecina república lo llevaron a México en donde vivió un par de años y en donde lo conocí.
No era como la mayoría de los chilenos que por entonces vivían en el D.F.: no se vanagloriaba de haber participado en una resistencia más fantasmal que real, no frecuentaba los círculos de exiliados.
Nos hicimos amigos y solíamos encontrarnos una vez a la semana, por lo menos, en el café La Habana, de Bucareli, o en mi casa de la calle Versalles en donde yo vivía con mi madre y con mi hermana. Los primeros meses el Ojo Silva sobrevivió a base de tareas esporádicas y precarias, luego consiguió trabajo como fotógrafo de un periódico del D.F. No recuerdo qué periódico era, tal vez El Sol, si alguna vez existió en México un periódico de ese nombre, tal vez El Universal; yo hubiera preferido que fuera El Nacional, cuyo suplemento cultural dirigía el viejo poeta español Juan Rejano, pero en El Nacional no fue porque yo trabajé allí y nunca vi al Ojo en la redacción. Pero trabajó en un periódico mexicano, de eso no me cabe la menor duda, y su situación económica mejoró, al principio imperceptiblemente, porque el Ojo se había acostumbrado a vivir de forma espartana, pero si uno afinaba la mirada podía apreciar señales inequívocas que hablaban de un repunte económico.
Los primeros meses en el D.F., por ejemplo, lo recuerdo vestido con sudaderas. Los últimos ya se había comprado un par de camisas e incluso una vez lo vi con corbata, una prenda que nosotros, es decir mis amigos poetas y yo, no usábamos nunca. De hecho, el único personaje encorbatado que alguna vez se sentó a nuestra mesa del café Quito, en la avenida Bucareli, fue el Ojo.
Por aquellos días se decía que el Ojo Silva era homosexual. Quiero decir: en los círculos de exiliados chilenos corría ese rumor, en parte como manifestación de maledicencia y en parte como un nuevo chisme que alimentaba la vida más bien aburrida de los exiliados, gente de izquierda que pensaba, al menos de cintura para abajo, exactamente igual que la gente de derecha que en aquel tiempo se enseñoreaba de Chile.
Una vez vino el Ojo a comer a mi casa. Mi madre lo apreciaba y el Ojo correspondía al cariño haciendo de vez en cuando fotos de la familia, es decir de mi madre, de mi hermana, de alguna amiga de mi madre y de mí. A todo el mundo le gusta que lo fotografíen, me dijo una vez. A mí me daba igual, o eso creía, pero cuando el Ojo dijo eso estuve pensando durante un rato en sus palabras y terminé por darle la razón. Sólo a algunos indios no les gustan las fotos, dijo. Mi madre creyó que el Ojo estaba hablando de los mapuches, pero en realidad hablaba de los indios de la India, de esa India que tan importante iba a ser para él en el futuro.
Una noche me lo encontré en el café Quito. Casi no había parroquianos y el Ojo estaba sentado junto a los ventanales que daban a Bucareli con un café con leche servido en vaso, esos vasos grandes de vidrio grueso que tenía el Quito y que nunca más he vuelto a ver en un establecimiento público. Me senté junto a él y estuvimos charlando durante un rato. Parecía translúcido. Esa fue la impresión que tuve. El Ojo parecía de cristal, y su cara y el vaso de vidrio de su café con leche parecían intercambiar señales, como si se acabaran de encontrar, dos fenómenos incomprensibles en el vasto universo, y trataran con más voluntad que esperanza de hallar un lenguaje común.
Esa noche me confesó que era homosexual, tal como propagaban los exiliados, y que se iba de México. Por un instante creí entender que se marchaba porque era homosexual. Pero no, un amigo le había conseguido un trabajo en una agencia de fotógrafos de París y eso era algo con lo que siempre había soñado. Tenía ganas de hablar y yo lo escuché. Me dijo que durante algunos años había llevado con ¿pesar?, ¿discreción?, su inclinación sexual, sobre todo porque él se consideraba de izquierdas y los compañeros veían con cierto prejuicio a los homosexuales. Hablamos de la palabra invertido (hoy en desuso) que atraía como un imán paisajes desolados, y del término colisa, que yo escribía con ese y que el Ojo pensaba se escribía con zeta.
Recuerdo que terminamos despotricando contra la izquierda chilena y que en algún momento yo brindé por los luchadores chilenos errantes, una fracción numerosa de los luchadores latinoamericanos errantes, entelequia compuesta de huérfanos que, como su nombre indica, erraban por el ancho mundo ofreciendo sus servicios al mejor postor, que casi siempre, por lo demás, era el peor. Pero después de reírnos el Ojo dijo que la violencia no era cosa suya. Tuya sí, me dijo con una tristeza que entonces no entendí, pero no mía. Detesto la violencia. Yo le aseguré que sentía lo mismo. Después nos pusimos a hablar de otras cosas, libros, películas, y ya no nos volvimos a ver.Un día supe que el Ojo se había marchado de México. Me lo comunicó un antiguo compañero suyo del periódico. No me pareció extraño que no se hubiera despedido de mí. El Ojo nunca se despedía de nadie. Yo nunca me despedía de nadie. Mis amigos mexicanos nunca se despedían de nadie. A mi madre, sin embargo, le pareció un gesto de mala educación.
Dos o tres años después yo también me marché de México. Estuve en París, lo busqué (si bien no con excesivo ahínco), no lo encontré. Con el paso del tiempo empecé a olvidar hasta su rostro, aunque siempre persistió en mi memoria una forma de acercarse, un estar, una forma de opinar desde cierta distancia y desde cierta tristeza nada enfática que asociaba con el Ojo Silva, un Ojo Silva que ya no tenía rostro o que había adquirido un rostro de sombras, pero que aún mantenía lo esencial, la memoria de su movimiento, una entidad casi abstracta pero en donde no cabía la quietud.
Pasaron los años. Muchos años. Algunos amigos murieron. Yo me casé, tuve un hijo, publiqué algunos libros.
En cierta ocasión tuve que ir a Berlín. La última noche, después de cenar con Heinrich von Berenberg y su familia, cogí un taxi (aunque usualmente era Heinrich el que cada noche me iba a dejar al hotel) al que ordené que se detuviera antes porque quería pasear un poco. El taxista (un asiático ya mayor que escuchaba a Beethoven) me dejó a unas cinco cuadras del hotel. No era muy tarde aunque casi no había gente por las calles. Atravesé una plaza. Sentado en un banco estaba el Ojo. No lo reconocí hasta que él me habló. Dijo mi nombre y luego me preguntó cómo estaba. Entonces me di la vuelta y lo miré durante un rato sin saber quién era. El Ojo seguía sentado en el banco y sus ojos me miraban y luego miraban el suelo o a los lados, los árboles enormes de la pequeña plaza berlinesa y las sombras que lo rodeaban a él con más intensidad (eso creí entonces) que a mí. Di unos pasos hacia él y le pregunté quién era. Soy yo, Mauricio Silva, dijo. ¿El Ojo Silva de Chile?, dije yo. Él asintió y sólo entonces lo vi sonreír.
Aquella noche conversamos casi hasta que amaneció. El Ojo vivía en Berlín desde hacía algunos años y sabía encontrar los bares que permanecían abiertos toda la noche. Le pregunté por su vida. A grandes rasgos me hizo un dibujo de los avatares del fotógrafo free lancer. Había tenido casa en París, en Milán y ahora en Berlín, viviendas modestas en donde guardaba los libros y de las que se ausentaba durante largas temporadas. Sólo cuando entramos al primer bar pude apreciar cuánto había cambiado. Estaba mucho más flaco, el pelo entrecano y la cara surcada de arrugas. Noté asimismo que bebía mucho más que en México. Quiso saber cosas de mí. Por supuesto, nuestro encuentro no había sido casual. Mi nombre había aparecido en la prensa y el Ojo lo leyó o alguien le dijo que un compatriota suyo daba una lectura o una conferencia a la que no pudo ir, pero llamó por teléfono a la organización y consiguió las señas de mi hotel. Cuando lo encontré en la plaza sólo estaba haciendo tiempo, dijo, y reflexionando a la espera de mi llegada.
Me reí. Reencontrarlo, pensé, había sido un acontecimiento feliz. El Ojo seguía siendo una persona rara y sin embargo asequible, alguien que no imponía su presencia, alguien al que le podías decir adiós en cualquier momento de la noche y él sólo te diría adiós, sin un reproche, sin un insulto, una especie de chileno ideal, estoico y amable, un ejemplar que nunca había abundado mucho en Chile pero que sólo allí se podía encontrar.
Releo estas palabras y sé que peco de inexactitud. El Ojo jamás se hubiera permitido estas generalizaciones. En cualquier caso, mientras estuvimos en los bares, sentados delante de un whisky y de una cerveza sin alcohol, nuestro diálogo se desarrolló básicamente en el terreno de las evocaciones, es decir fue un diálogo informativo y melancólico. El diálogo, en realidad el monólogo, que de verdad me interesa es el que se produjo mientras volvíamos a mi hotel, a eso de las dos de la mañana.
La casualidad quiso que se pusiera a hablar (o que se lanzara a hablar) mientras atravesábamos la misma plaza en donde unas horas antes nos habíamos encontrado. Recuerdo que hacía frío y que de repente escuché que el Ojo me decía que le gustaría contarme algo que nunca antes le había contado a nadie. Lo miré. El Ojo tenía la vista puesta en el sendero de baldosas que serpenteaba por la plaza. Le pregunté de qué se trataba. De un viaje, contestó en el acto. ¿Y qué pasó en ese viaje?, le pregunté. Entonces el Ojo se detuvo y durante unos instantes pareció existir sólo para contemplar las copas de los altos árboles alemanes y los fragmentos de cielo y nubes que bullían silenciosamente por encima de éstos.
Algo terrible, dijo el Ojo. ¿Tú te acuerdas de una conversación que tuvimos en el Quito antes de que me marchara de México? Sí, dije. ¿Te dije que era gay?, dijo el Ojo. Me dijiste que eras homosexual, dije yo. Sentémonos, dijo el Ojo.
Juraría que lo vi sentarse en el mismo banco, como si yo aún no hubiera llegado, aún no hubiera empezado a cruzar la plaza, y él estuviera esperándome y reflexionando sobre su vida y sobre la historia que el destino o el azar lo obligaba a contarme. Alzó el cuello de su abrigo y empezó a hablar. Yo encendí un cigarrillo y permanecí de pie. La historia del Ojo transcurría en la India. Su oficio y no la curiosidad de turista lo había llevado hasta allí, en donde tenía que realizar dos trabajos. El primero era el típico reportaje urbano, una mezcla de Marguerite Duras y Hermann Hesse, el Ojo y yo sonreímos, hay gente así, dijo, gente que quiere ver la India a medio camino entre India Song y Sidharta, y uno está para complacer a los editores. Así que el primer reportaje había consistido en fotos donde se vislumbraban casas coloniales, jardines derruidos, restaurantes de todo tipo, con predominio más bien del restaurante canalla o del restaurante de familias que parecían canallas y sólo eran indias, y también fotos del extrarradio, las zonas verdaderamente pobres, y luego el campo y las vías de comunicación, carreteras, empalmes ferroviarios, autobuses y trenes que entraban y salían de la ciudad, sin olvidar la naturaleza como en estado latente, una hibernación ajena al concepto de hibernación occidental, árboles distintos a los árboles europeos, ríos y riachuelos, campos sembrados o secos, el territorio de los santos, dijo el Ojo.
El segundo reportaje fotográfico era sobre el barrio de las putas de una ciudad de la India cuyo nombre no conoceré nunca.
Aquí empieza la verdadera historia del Ojo. En aquel tiempo aún vivía en París y sus fotos iban a ilustrar un texto de un conocido escritor francés que se había especializado en el submundo de la prostitución. De hecho, su reportaje sólo era el primero de una serie que comprendería barrios de tolerancia o zonas rojas de todo el mundo, cada una fotografiada por un fotógrafo diferente, pero todas comentadas por el mismo escritor.
No sé a qué ciudad llegó el Ojo, tal vez Bombay, Calcuta, tal vez Benarés o Madrás, recuerdo que se lo pregunté y que él ignoró mi pregunta. Lo cierto es que llegó a la India solo, pues el escritor francés ya tenía escrita su crónica y él únicamente debía ilustrarla, y se dirigió a los barrios que el texto del francés indicaba y comenzó a hacer fotografías. En sus planes -y en los planes de sus editores- el trabajo y por lo tanto la estadía en la India no debía prolongarse más allá de una semana. Se hospedó en un hotel en una zona tranquila, una habitación con aire acondicionado y con una ventana que daba a un patio que no pertenecía al hotel y en donde había dos árboles y una fuente entre los árboles y parte de una terraza en donde a veces aparecían dos mujeres seguidas o precedidas de varios niños. Las mujeres vestían a la usanza india, o lo que para el Ojo eran vestimentas indias, pero a los niños incluso una vez los vio con corbatas. Por las tardes se desplazaba a la zona roja y hacía fotos y charlaba con las putas, algunas jovencísimas y muy hermosas, otras un poco mayores o más estropeadas, con pinta de matronas escépticas y poco locuaces. El olor, que al principio más bien lo molestaba, terminó gustándole. Los chulos (no vio muchos) eran amables y trataban de comportarse como chulos occidentales o tal vez (pero esto lo soñó después, en su habitación de hotel con aire acondicionado) eran estos últimos quienes habían adoptado la gestualidad de los chulos hindúes.
Una tarde lo invitaron a tener relación carnal con una de las putas. Se negó educadamente. El chulo comprendió en el acto que el Ojo era homosexual y a la noche siguiente lo llevó a un burdel de jóvenes maricas. Esa noche el Ojo enfermó. Ya estaba dentro de la India y no me había dado cuenta, dijo estudiando las sombras del parque berlinés. ¿Qué hiciste?, le pregunté. Nada. Miré y sonreí. Y no hice nada. Entonces a uno de los jóvenes se le ocurrió que tal vez al visitante le agradara visitar otro tipo de establecimiento. Eso dedujo el Ojo, pues entre ellos no hablaban en inglés. Así que salieron de aquella casa y caminaron por calles estrechas e infectas hasta llegar a una casa cuya fachada era pequeña pero cuyo interior era un laberinto de pasillos, habitaciones minúsculas y sombras de las que sobresalía, de tanto en tanto, un altar o un oratorio.
Es costumbre en algunas partes de la India, me dijo el Ojo mirando el suelo, ofrecer un niño a una deidad cuyo nombre no recuerdo. En un arranque desafortunado le hice notar que no sólo no recordaba el nombre de la deidad sino que tampoco el nombre de la ciudad ni el de ninguna persona de su historia. El Ojo me miró y sonrió. Trato de olvidar, dijo.
En ese momento me temí lo peor, me senté a su lado y durante un rato ambos permanecimos con los cuellos de nuestros abrigos levantados y en silencio. Ofrecen un niño a ese dios, retomó su historia tras escrutar la plaza en penumbras, como si temiera la cercanía de un desconocido, y durante un tiempo que no sé mensurar el niño encarna al dios. Puede ser una semana, lo que dure la procesión, un mes, un año, no lo sé. Se trata de una fiesta bárbara, prohibida por las leyes de la república india, pero que se sigue celebrando. Durante el transcurso de la fiesta el niño es colmado de regalos que sus padres reciben con gratitud y felicidad, pues suelen ser pobres. Terminada la fiesta el niño es devuelto a su casa, o al agujero inmundo donde vive y todo vuelve a recomenzar al cabo de un año.
La fiesta tiene la apariencia de una romería latinoamericana, sólo que tal vez es más alegre, más bulliciosa y probablemente la intensidad de los que participan, de los que se saben participantes, sea mayor. Con una sola diferencia. Al niño, días antes de que empiecen los festejos, lo castran. El dios que se encarna en él durante la celebración exige un cuerpo de hombre -aunque los niños no suelen tener más de siete años- sin la mácula de los atributos masculinos. Así que los padres lo entregan a los médicos de la fiesta o a los barberos de la fiesta o a los sacerdotes de la fiesta y éstos lo emasculan y cuando el niño se ha recuperado de la operación comienza el festejo. Semanas o meses después, cuando todo ha acabado, el niño vuelve a casa, pero ya es un castrado y los padres lo rechazan. Y entonces el niño acaba en un burdel. Los hay de todas clases, dijo el Ojo con un suspiro. A mí, aquella noche, me llevaron al peor de todos.
Durante un rato no hablamos. Yo encendí un cigarrillo. Después el Ojo me describió el burdel y parecía que estaba describiendo una iglesia. Patios interiores techados. Galerías abiertas. Celdas en donde gente a la que tú no veías espiaba todos tus movimientos. Le trajeron a un joven castrado que no debía tener más de diez años. Parecía una niña aterrorizada, dijo el Ojo. Aterrorizada y burlona al mismo tiempo. ¿Lo puedes entender? Me hago una idea, dije. Volvimos a enmudecer. Cuando por fin pude hablar otra vez dije que no, que no me hacía ninguna idea. Ni yo, dijo el Ojo. Nadie se puede hacer una idea. Ni la víctima, ni los verdugos, ni los espectadores. Sólo una foto.¿Le sacaste una foto?, dije. Me pareció que el Ojo era sacudido por un escalofrío. Saqué mi cámara, dijo, y le hice una foto. Sabía que estaba condenándome para toda la eternidad, pero lo hice.
Ignoro cuánto rato estuvimos en silencio. Sé que hacía frío pues yo en algún momento me puse a temblar. A mi lado oí sollozar al Ojo un par de veces, pero preferí no mirarlo. Vi los faros de un coche que pasaba por una de las calles laterales de la plaza. A través del follaje vi encenderse una ventana.
Después el Ojo siguió hablando. Dijo que el niño le había sonreído y luego se había escabullido mansamente por una de los pasillos de aquella casa incomprensible. En algún momento uno de los chulos le sugirió que si allí no había nada de su agrado se marcharan. El Ojo se negó. No podía irse. Se lo dijo así: no puedo irme todavía. Y era verdad, aunque él desconocía qué era aquello que le impedía abandonar aquel antro para siempre. El chulo, sin embargo, lo entendió y pidieron té o un brebaje parecido. El Ojo recuerda que se sentaron en el suelo, sobre unas esteras o sobre unas alfombrillas estropeadas por el uso. La luz provenía de un par de velas. Sobre la pared colgaba un póster con la efigie del dios. Durante un rato el Ojo miró al dios y al principio se sintió atemorizado, pero luego sintió algo parecido a la rabia, tal vez al odio.
Yo nunca he odiado a nadie, dijo mientras encendía un cigarrillo y dejaba que la primera bocanada se perdiera en la noche berlinesa.En algún momento, mientras el Ojo miraba la efigie del dios, aquellos que lo acompañaban desaparecieron. Se quedó solo con una especie de puto de unos veinte años que hablaba inglés. Y luego, tras unas palmadas, reapareció el niño. Yo estaba llorando, o yo creía que estaba llorando, o el pobre puto creía que yo estaba llorando, pero nada era verdad. Yo intentaba mantener una sonrisa en la cara (una cara que ya no me pertenecía, una cara que se estaba alejando de mí como una hoja arrastrada por el viento), pero en mi interior lo único que hacía era maquinar. No un plan, no una forma vaga de justicia, sino una voluntad.
Y después el Ojo y el puto y el niño se levantaron y recorrieron un pasillo mal iluminado y otro pasillo peor iluminado (con el niño a un lado del Ojo, mirándolo, sonriéndole, y el joven puto también le sonreía, y el Ojo asentía y prodigaba ciegamente las monedas y los billetes) hasta llegar a una habitación en donde dormitaba el médico y junto a él otro niño con la piel aún más oscura que la del niño castrado y menor que éste, tal vez seis años o siete, y el Ojo escuchó las explicaciones del médico o del barbero o del sacerdote, unas explicaciones prolijas en donde se mencionaba la tradición, las fiestas populares, el privilegio, la comunión, la embriaguez y la santidad, y pudo ver los instrumentos quirúrgicos con que el niño iba a ser castrado aquella madrugada o la siguiente, en cualquier caso el niño había llegado, pudo entender, aquel mismo día al templo o al burdel, una medida preventiva, una medida higiénica, y había comido bien, como si ya encarnara al dios, aunque lo que el Ojo vio fue un niño que lloraba medio dormido y medio despierto, y también vio la mirada medio divertida y medio aterrorizada del niño castrado que no se despegaba de su lado. Y entonces el Ojo se convirtió en otra cosa, aunque la palabra que él empleó no fue "otra cosa" sino "madre".
Dijo madre y suspiró. Por fin. Madre.
Lo que sucedió a continuación de tan repetido es vulgar: la violencia de la que no podemos escapar. El destino de los latinoamericanos nacidos en la década de los cincuenta. Por supuesto, el Ojo intentó sin gran convicción el diálogo, el soborno, la amenaza. Lo único cierto es que hubo violencia y poco después dejó atrás las calles de aquel barrio como si estuviera soñando y transpirando a mares. Recuerda con viveza la sensación de exaltación que creció en su espíritu, cada vez mayor, una alegría que se parecía peligrosamente a algo similar a la lucidez, pero que no era (no podía ser) lucidez. También: la sombra que proyectaba su cuerpo y las sombras de los dos niños que llevaba de la mano sobre los muros descascarados. En cualquier otra parte hubiera concitado la atención. Allí, a aquella hora, nadie se fijó en él.
El resto, más que una historia o un argumento, es un itinerario. El Ojo volvió al hotel, metió sus cosas en la maleta y se marchó con los niños. Primero en un taxi hasta una aldea o un barrio de las afueras. Desde allí en un autobús hasta otra aldea en donde cogieron otro autobús que los llevó a otra aldea. En algún punto de su fuga se subieron a un tren y viajaron toda la noche y parte del día. El Ojo recordaba el rostro de los niños mirando por la ventana un paisaje que la luz de la mañana iba deshilachando, como si nunca nada hubiera sido real salvo aquello que se ofrecía, soberano y humilde, en el marco de la ventana de aquel tren misterioso.
Después cogieron otro autobús, y un taxi, y otro autobús, y otro tren, y hasta hicimos dedo, dijo el Ojo mirando la silueta de los árboles berlineses pero en realidad mirando la silueta de otros árboles, innombrables, imposibles, hasta que finalmente se detuvieron en una aldea en alguna parte de la India y alquilaron una casa y descansaron.
Al cabo de dos meses el Ojo ya no tenía dinero y fue caminando hasta otra aldea desde donde envió una carta al amigo que entonces tenía en París. Al cabo de quince días recibió un giro bancario y tuvo que ir a cobrarlo a un pueblo más grande, que no era la aldea desde la que había mandado la carta ni mucho menos la aldea en donde vivía. Los niños estaban bien. Jugaban con otros niños, no iban a la escuela y a veces llegaban a casa con comida, hortalizas que los vecinos les regalaban. A él no lo llamaban padre, como les había sugerido más que nada como una medida de seguridad, para no atraer la atención de los curiosos, sino Ojo, tal como le llamábamos nosotros. Ante los aldeanos, sin embargo, el Ojo decía que eran sus hijos. Se inventó que la madre, india, había muerto hacía poco y él no quería volver a Europa. La historia sonaba verídica. En sus pesadillas, no obstante, el Ojo soñaba que en mitad de la noche aparecía la policía india y lo detenían con acusaciones indignas. Solía despertar temblando. Entonces se acercaba a las esterillas en donde dormían los niños y la visión de éstos le daba fuerzas para seguir, para dormir, para levantarse.
Se hizo agricultor. Cultivaba un pequeño huerto y en ocasiones trabajaba para los campesinos ricos de la aldea. Los campesinos ricos, por supuesto, en realidad eran pobres, pero menos pobres que los demás. El resto del tiempo lo dedicaba a enseñar inglés a los niños, y algo de matemáticas, y a verlos jugar. Entre ellos hablaban en un idioma incomprensible. A veces los veía detener los juegos y caminar por el campo como si de pronto se hubieran vuelto sonámbulos. Los llamaba a gritos. A veces los niños fingían no oírlo y seguían caminando hasta perderse. Otras veces volvían la cabeza y le sonreían.
¿Cuánto tiempo estuviste en la India?, le pregunté alarmado.Un año y medio, dijo el Ojo, aunque a ciencia cierta no lo sabía.
En una ocasión su amigo de París llegó a la aldea. Todavía me quería, dijo el Ojo, aunque en mi ausencia se había puesto a vivir con un mecánico argelino de la Renault. Se rió después de decirlo. Yo también me reí. Todo era tan triste, dijo el Ojo. Su amigo que llegaba a la aldea a bordo de un taxi cubierto de polvo rojizo, los niños corriendo detrás de un insecto, en medio de unos matorrales secos, el viento que parecía traer buenas y malas noticias.
Pese a los ruegos del francés no volvió a París. Meses después recibió una carta de éste en donde le comunicaba que la policía india no lo perseguía. Al parecer la gente del burdel no había interpuesto denuncia alguna. La noticia no impidió que el Ojo siguiera sufriendo pesadillas, sólo cambió la vestimenta de los personajes que lo detenían y lo zaherían: en lugar de ser policías se convirtieron en esbirros de la secta del dios castrado. El resultado final era aún más horroroso, me confesó el Ojo, pero yo ya me había acostumbrado a las pesadillas y de alguna forma siempre supe que estaba en el interior de un sueño, que eso no era la realidad.
Después llegó la enfermedad a la aldea y los niños murieron. Yo también quería morirme, dijo el Ojo, pero no tuve esa suerte.Tras convalecer en una cabaña que la lluvia iba destrozando cada día, el Ojo abandonó la aldea y volvió a la ciudad en donde había conocido a sus hijos. Con atenuada sorpresa descubrió que no estaba tan distante como pensaba, la huida había sido en espiral y el regreso fue relativamente breve. Una tarde, la tarde en que llegó a la ciudad, fue a visitar el burdel en donde castraban a los niños. Sus habitaciones se habían convertido en viviendas en donde se hacinaban familias enteras. Por los pasillos que recordaba solitarios y fúnebres ahora pululaban niños que apenas sabían andar y viejos que ya no podían moverse y se arrastraban. Le pareció una imagen del paraíso.
Aquella noche, cuando volvió a su hotel, sin poder dejar de llorar por sus hijos muertos, por los niños castrados que él no había conocido, por su juventud perdida, por todos los jóvenes que ya no eran jóvenes y por los jóvenes que murieron jóvenes, por los que lucharon por Salvador Allende y por los que tuvieron miedo de luchar por Salvador Allende, llamó a su amigo francés, que ahora vivía con un antiguo levantador de pesas búlgaro, y le pidió que le enviara un billete de avión y algo de dinero para pagar el hotel.Y su amigo francés le dijo que sí, que por supuesto, que lo haría de inmediato, y también le dijo ¿qué es ese ruido?, ¿estás llorando?, y el Ojo dijo que sí, que no podía dejar de llorar, que no sabía qué le pasaba, que llevaba horas llorando. Y su amigo francés le dijo que se calmara. Y el Ojo se rió sin dejar de llorar y dijo que eso haría y colgó el teléfono. Y luego siguió llorando sin parar.